Jesucristo es el fundamento del sacerdocio del Nuevo Testamento. Todos los cristianos al unirse a él, por el Bautismo, entran a formar parte de un pueblo sacerdotal, poseen el sacerdocio común o bautismal. Los bautizados son hombres y mujeres consagrados para ofrecerse con Cristo a Dios Padre como hostias vivas y santas: “Vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción de una casa espiritual para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo […] Vosotros sois un linaje elegido, un sacerdocio real” (1 Ped 2, 5.9).
Aunque todos los cristianos, en virtud del Bautismo, forman parte de un pueblo sacerdotal, Cristo quiso que algunos llamados por él, lo representasen visiblemente ante la comunidad cristiana y actuasen en su lugar, para hacer llegar a todo el Pueblo de Dios la salvación que él nos alcanzó con su muerte y resurrección. Estos cristianos son llamados sacerdotes.
Esta relación entre el sacerdocio común, real (bautismal) y el sacerdocio ministerial (jerárquico) la expresa muy bien el prefacio del sacerdocio de Cristo y el ministerio de los sacerdotes: “Que constituiste a tu único Hijo Pontífice de la Alianza nueva y eterna por la unción del Espíritu Santo, y determinaste, en tu designio salvífico, perpetuar en la Iglesia su único sacerdocio. Él no sólo ha conferido el honor del sacerdocio real a todo tu pueblo santo, sino también, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión. Ellos (los sacerdotes) renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, y preparan a tus hijos el banquete pascual, donde el pueblo santo se reúne en tu amor, se alimenta con tu palabra y se fortalece con tus sacramentos” (Prefacio de la Misa Crismal).
Carta de
Mons. D. Vicente Jiménez Zamora
Arzobispo de Zaragoza
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