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domingo, 23 de diciembre de 2018

Santificarse en el mundo

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17. La vocación de los fieles laicos a la santidad implica que la vida según el Espíritu se exprese particularmente en su inserción en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenasDe nuevo el apóstol nos amonesta diciendo: «Todo cuanto hagáis, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre» (Col 3, 17). Refiriendo estas palabras del apóstol a los fieles laicos, el Concilio afirma categóricamente: «Ni la atención de la familia, ni los otros deberes seculares deben ser algo ajeno a la orientación espiritual de la vida»[45]. A su vez los Padres sinodales han dicho: «La unidad de vida de los fieles laicos tiene una gran importancia. Ellos, en efecto, deben santificarse en la vida profesional y social ordinaria. Por tanto, para que puedan responder a su vocación, los fieles laicos deben considerar las actividades de la vida cotidiana como ocasión de unión con Dios y de cumplimiento de su voluntad, así como también de servicio a los demás hombres, llevándoles a la comunión con Dios en Cristo»[46].
Los fieles laicos han de considerar la vocación a la santidad, antes que como una obligación exigente e irrenunciable, como un signo luminoso del infinito amor del Padre que les ha regenerado a su vida de santidad. Tal vocación, por tanto, constituye una componente esencial e inseparable de la nueva vida bautismal, y, en consecuencia, un elemento constitutivo de su dignidad. Al mismo tiempo, la vocación a la santidad está ligada íntimamente a la misión y a la responsabilidad confiadas a los fieles laicos en la Iglesia y en el mundo. En efecto, la misma santidad vivida, que deriva de la participación en la vida de santidad de la Iglesia, representa ya la aportación primera y fundamental a la edificación de la misma Iglesia en cuanto «Comunión de los Santos». Ante la mirada iluminada por la fe se descubre un grandioso panorama: el de tantos y tantos fieles laicos —a menudo inadvertidos o incluso incomprendidos; desconocidos por los grandes de la tierra, pero mirados con amor por el Padre—, hombres y mujeres que, precisamente en la vida y actividades de cada jornada, son los obreros incansables que trabajan en la viña del Señor; son los humildes y grandes artífices —por la potencia de la gracia de Dios, ciertamente— del crecimiento del Reino de Dios en la historia.
Además se ha de decir que la santidad es un presupuesto fundamental y una condición insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia. La santidad de la Iglesia es el secreto manantial y la medida infalible de su laboriosidad apostólica y de su ímpetu misionero. Sólo en la medida en que la Iglesia, Esposa de Cristo, se deja amar por Él y Le corresponde, llega a ser una Madre llena de fecundidad en el Espíritu.



La dignidad cristiana, fuente de la igualdad de todos los miembros de la Iglesia, garantiza y promueve el espíritu de comunión y de fraternidad y, al mismo tiempo, se convierte en el secreto y la fuerza del dinamismo apostólico y misionero de los fieles laicos. Es una dignidad exigente; es la dignidad de los obreros llamados por el Señor a trabajar en su viña. «Grava sobre todos los laicos —leemos en el Concilio— la gloriosa carga de trabajar para que el designio divino de salvación alcance cada día más a todos los hombres de todos los tiempos y de toda la tierra»[51].

Fuente:
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
POST-SINODAL
CHRISTIFIDELES LAICI DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
SOBRE VOCACIÓN Y MISIÓN DE LOS LAICOS
EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO


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