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sábado, 17 de agosto de 2019

La presencia de las religiosas Calatravas en la diócesis es anterior a la misma Catedral. Este año, celebran ocho siglos de servicio activo a la Iglesia en Burgos.

La madre Juana es la abadesa de la comunidad.
La madre Juana es la abadesa de la comunidad.
 Fuente: Archidiócesis de Burgos. 


Resulta cuando menos sorprendente pensar que un moderno edificio de ladrillo blanco situado en un humilde barrio burgalés pueda albergar siglos de historia. Pero es así. En el monasterio de San Felices reside la pequeña comunidad de Madres Cistercienses Calatravas, que en 2019 están celebrando los 800 años de su fundación. Es decir, que son «más antiguas que la Catedral de Burgos». «Cuando tú naciste, yo ya andaba», bromea la actual abadesa, Juana Tajadura, en alusión a la seo.

Hasta recalar en el barrio de San Cristóbal muchos han sido los avatares de las Calatravas, cuyo primitivo convento, el primero de la orden en la diócesis de Burgos, se ubicó en Barrio de San Felices. Trescientos cincuenta años después, Felipe II decidió que las religiosas se trasladasen a la capital, a la Plaza de Vega, donde ocuparon un espacio tan extenso que su huerta casi lindaba con la de las Clarisas. Llegada la II República, se las obligó a abandonar el monasterio para propiciar el desarrollo urbanístico de la ciudad, de manera que casi «se fueron con lo puesto» e incluso tuvieron que compartir convento con las Doroteas. Paradójicamente, fue la mejor época para la comunidad, reflexiona Madre Juana. «En plena Guerra Civil y conviviendo las dos comunidades, cada una con su carisma, unas viviendo como agustinas y otras como cistercienses. Pero había gente muy preparada, intelectual y espiritualmente, serían unas 25». En aquel convento de la calle Fernán González fue precisamente en el que ingresó ella a los 14 años, sin ningún motivo concreto que la llevase a entrar en ese y no en otro. Tenía muy claro que quería ser monja, como lo eran muchas mujeres de su familia y solo sabía que en Las Huelgas no quería ingresar. Así que su padre le pidió a un sacerdote que buscase a su hija un convento «donde no pasase hambre», relata divertida la religiosa. Hoy está convencida de que este era su sitio.

A madre Juana no le pesa la nostalgia al hablar de otros tiempos de la Orden, cuando sus posesiones eran muchas, y al mirar a su alrededor en el discreto convento que ahora ocupan dice: «No estamos aquí para cuidar piedras. Las piedras no dan la felicidad, aunque exteriormente parece que es así. Este, por una parte, es un lugar muy tranquilo, no hay ruido, vemos hasta la Sierra de la Demanda y los amaneceres son preciosos. Y los atardeceres, ese cielo rojo, que parece que hay un incendio detrás de los árboles… Está una feliz aquí».

Tampoco le arredran las estrecheces económicas. La comunidad, hoy formada por siete religiosas, la más joven con 50 años y el resto de bastante edad, vive prácticamente de las pensiones de las mayores («entre todas nos arreglamos porque vivimos austeramente, ya ves, un hábito nos dura 25 o 30 años, no pasa de moda…», comenta divertida. A sus ajustados ingresos se suma la ayuda que supone su pequeño obrador, en el que elaboran pastas, pero no todos los días. «A nuestras edades ya es muy trabajoso. Nos han propuesto comercializarlas fuera, incluso nos lo ofreció El Corte Inglés, pero eran muy exigentes, estaba cronometrado y si nos dedicáramos a eso no podríamos hacer la oración, que es lo más importante para nosotras», recuerda.

En ningún momento pierde Madre Juana el norte: «Queremos ser las que ponen a los hombres de hoy en presencia de Dios para que reciban su misericordia. Estamos cumpliendo una misión dentro de la Iglesia, porque otros no pueden, no tienen tiempo, no saben o no quieren, pero hay que alabar a Dios, que al final es lo único que importa en este mundo». En sus oraciones nunca faltan las necesidades de los vecinos de San Cristóbal, en el que se sienten plenamente integradas: «Queremos mucho a la gente del barrio y ellos a nosotras. Nos exponen sus necesidades, o te cuentan sus calamidades. A quienes más conocemos es a los que tienen más problemas. Cuando nos levantamos a las 5:20 para los maitines, si nos cuesta, pensamos en tantas mujeres que se tienen que levantar a trabajar, a preparar el bocadillo a los niños, al marido… Y todo eso lo ponemos ahí, en las manos del Señor… Eso lo valoran y lo agradecen mucho los vecinos».

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