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jueves, 21 de noviembre de 2019

Dios quiere ser adorado por personas libres



Los principios generales son estos: a) Libertad e independencia de la Iglesia, b) autonomía y laicidad del Estado como tal, c) sana colaboración de ambas comunidades, conforme a su naturaleza, y d) primacía de la persona humana como inicio, centro y fin del orden social.
La declaración define así su postura ante la libertad religiosa: «La persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres deben estar libres de coacción, tanto por parte de las personas particulares como de los grupos sociales y de cualquier poder humano, de modo que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a actuar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella, pública y privadamente, solo o asociado con otros, dentro de los debidos límites. Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad de la persona humana, tal como se conoce por la Palabra de Dios revelada y por la misma razón. Este derecho de la persona a la libertad religiosa debe ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de forma que se convierta en derecho civil» (n. 2).
La fe no se puede imponer ni impedir; en el corazón de cada persona hay un ámbito que no se debe profanar ni invadir. En las persecuciones y hasta en la cárcel hay un recinto sagrado e inviolable en el corazón de la persona. Dios quiere ser adorado por personas libres. Todo hombre está en el secreto de su conciencia solo ante Dios. Como dijo John Henry Newman, recientemente canonizado, puedo brindar por el papa pero antes por la conciencia. Toda persona está llamada a buscar la libertad, la verdad y el bien. La libertad religiosa no significa desvinculación de la relación con el fundamento de su existencia. Aunque una persona no sea consecuente con esta búsqueda y respeto moral no pierde la inmunidad ante todo posible atropello de su libertad, ya que por naturaleza es libre, no por mérito a su forma de proceder. El derecho a la libertad religiosa, se comprende por lo dicho, está en el cimiento y en el corazón de los demás derechos de la persona. ¡Pisamos terreno sagrado!
La persona puede refugiarse en su intimidad siempre y decir allí libremente sí o no. Pero esta libertad no basta. Es un atropello a la persona forzarla a simular tanto la fe como la creencia. No es legítimo que haya “falsos conversos”, ni por intereses ni porque se discrimine a las personas en la sociedad. Toda persona tiene derecho a vivir en sintonía el corazón y los labios, la existencia personal, familiar y social.
La declaración conciliar sobre libertad religiosa en materia civil ilumina la dimensión misionera de la Iglesia, la relación con Dios en gratitud, obediencia y adoración, la comunicación entre las personas, con la que actualmente, por la pluralidad religiosa de las sociedades y por la movilidad humana, diariamente convivimos. Ni indiferencia religiosa, ni coacción en un sentido u otro, ni privilegios o discriminaciones por condiciones concretas (raza, color, sexo, nación, lengua, posición social, formación…). La humanidad no puede ser familia de hermanos bien avenidos sin el respeto y la promoción de la libertad religiosa. La libertad religiosa no equivale a la tolerancia o a la evitación de persecuciones o exclusiones. Tiene una perspectiva negativa –no forzar a nadie– y positiva –respetar y convivir– con los demás. Dios mismo ha confiado al hombre al ejercicio de su libertad. Nos creó libres y nos quiere libres; respeta las consecuencias del ejercicio de la libertad de que dotó al hombre, varón y mujer, en cuanto persona.


De la declaración sobre la libertad religiosa del Concilio Vaticano II, aprobada el día 7 de diciembre de 1965,

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