En la web de Ser fraile dominico y a través de un vídeo para CONFER, el estudiante Manuel Eduardo Alvarado Salinas, del Real Convento de Predicadores de Valencia, narra en primera persona cómo ha superado la enfermedad causada por el Covid-19, convencido de que Dios y la Virgen han estado a su lado en todo momento.
Para el joven dominico de 28 años era impensable vivir una situación como esta y "mucho menos ser parte del colectivo de enfermos y haber estado al borde de un momento tan duro como la muerte, y ahora poder decir que lo logramos juntos. No solamente yo. Lo logramos con Dios, con oraciones, con los médicos, con los sanitarios que estuvieron cerca, con la gente que no se cansaba de mandar detalles... Sobre todos los frailes, mis hermanos de comunidad, que estaban enviando audios, que estaban enviando textos, que estaban pendientes con llamadas y mensajes de ánimo... Allí, en esos pequeños detalles, es donde yo decía realmente: vale la pena, la vale la pena seguir luchando, vale la pena seguir apostando por esto, vale la pena seguir apostando por la vida religiosa, por la vocación, porque tuve, tengo y tendré la certeza de que Dios estuvo allí, de que Dios me estuvo acompañado".
Compartimos una parte del testimonio de Fr. Manuel Eduardo en la web de los estudiantes dominicos:
Entre el 23 y el 27 de marzo la situación en casa iba empeorando. El día 24 a la 1.00 de la madrugada una ambulancia me lleva al Hospital General Universitario. Tenía una fuerte sensación de taquicardia con disnea: era solo el comienzo de muchas cosas. Ese día me encontré con una realidad que me ha golpeado muchísimo. Es lo que vemos diariamente en noticias, y hasta cierto punto nos resulta cansado. Estoy entre muchas personas en urgencias, en un hospital colapsado, sanitarios agobiados y enfermeros corriendo de un lado a otro. Pasillos llenos de pacientes en camillas, sillas o en el piso. Eso que los noticieros no se cansan de presentar es muy distinto poderlo palpar de forma directa.
¿Dónde está Dios en todo esto?
Logré salir por la mañana parcialmente estabilizado, con reajuste de medicamentos y de vuelta a casa. Entre los síntomas leves que se iban presentando en mi estaban la pérdida del olfato y olor, un fuerte sabor metálico en la boca, dolor en las articulaciones corporales, sensación de náuseas, mucha confusión, al punto de olvidar el sitio donde me encontraba; y entre los síntomas más fuertes y preocupantes estaba la fiebre —que seguía entre 38,5 y 39, lo que me provocaba un fuerte dolor de cabeza—, el cansancio y el aire que poco a poco me iba faltando. Nunca había valorado tanto la importancia del aire en mi vida como en ese momento, en que ya no pasa un solo hilo de aire por las fosas nasales y sientes que la garganta se está cerrando.
Ese día 27 llegaba al hospital con un cúmulo de síntomas anteriores y una presión inusual en el pecho. Sentía una sensación de agobio, ansiedad y no podía dar más de cuatro pasos: estaba totalmente agotado, como cuando corres una maratón. En el área de urgencias me tomaron las constantes. Escuchaba que decían que el problema era la saturación de oxígeno, que estaba más bajo de lo normal. No me encontraban la tensión y el ahogamiento era evidente. Recuerdo que comenzaron a colocarme vías en los brazos, a extraer sangre; una enfermera me hablaba muy fuerte, pidiéndome que no me durmiera ni dejase de tratar de respirar: yo poco a poco dejaba de escucharla. Me colocaron una mascarilla de oxígeno, cuyo aire no sentía, y allí pensé en mi madre: la recordé en sus últimas horas de vida, con un cuadro de ahogamiento idéntico al mío; solo quería desplomarme y no saber nada más. Era la hora de confiar, saberme frágil, y como me había dicho días antes mi fraile formador: dejarme cuidar y querer. No recuerdo muchas cosas de lo que sucedió el resto del día. Eso me lo explicaron los médicos a los dos días, después de despertar de un sueño muy profundo y con dolor en la garganta.
Nunca había valorado tanto en mi vida el oxígeno hasta ese momento, cuando logras tomar conciencia de que un respirador artificial te ha ayudado a aferrarte a la vida, en que no queda otra que confiar, no solo en que un tubo en la garganta pueda salvarte, sino en tener la certeza de que Dios está allí. Fue allí donde pude contestar la pregunta que me hice en el Hospital General anteriormente. Dios estaba allí, seguía estando allí y continúa presente en esos sitios de muerte, angustia y desesperanza. Puede parecer que ha vencido el virus, pero en realidad vence la vida, física o resucitada en Cristo. Eso es lo que da la certeza y esperanza para convertir un lugar de muerte en un lugar de vida. Abandonarse y confiar en Dios, en los médicos, en el personal sanitario, en tus oraciones.
Entré al hospital con un cuadro de neumonía, que a tiempo fue descubierta y tratada. No sé cuántos frascos de cloroquina, azitromicina, paracetamol y suero me colocaron, pero desde el ingreso al hospital fue una batalla de todos contra el virus. Gente que me rodeaba, con riesgo de infectarse al tener mayor contacto conmigo, pero eran ellos mis respiradores en ese momento, quienes me transmitían oxígeno y vida, con sus cuidados, atenciones, cercanía, y sobre todo sus ánimos.
No pude ver a ningún fraile durante los 14 días que estuve en el hospital, sabía que estaban allí, pendientes, preocupados, mandando sus audios y detalles de ánimo. Eran mis hermanos y los echaba de menos, aunque cuando comencé a hacerles bromas supieron que la cosa iba mejorando, y es que me conocen muy bien. Tampoco pude comunicarme desde el inicio con mi familia, sabía que ellos se pondrían nerviosos y se sentirían impotentes. Están en El Salvador, a miles de kilómetros.
Sentí que volvía a nacer
Y allí, desde la soledad habitada de la habitación sentí que volvía a nacer, que algo nuevo estaba sucediendo de todo esto. Había que recomenzar a ver la vida desde otra perspectiva, a valorar la vocación en una nueva dinámica. Estoy seguro hasta el día de hoy, que la mano de la Virgen me ayudó a salir del hospitaly con un resultado negativo en la segunda prueba del coronavirus. Gracias a ella ese médico entró sin ninguna protección a mi habitación, seguido de un grupo de sanitarios aplaudiendo y dando muchísimo ánimo. ¡Lo habíamos logrado juntos!
Hoy, quince días después del alta, aún llevo la recuperación, que es algo lenta, con la certeza de que el virus ya no está, y dispuesto a ayudar a muchas personas con mi sangre, testimonio, mensajes de ánimo y esperanza, ayuda solidaria y sobre todo con mi oración. Sé que muchos a lo mejor no experimenten la destrucción de un virus físico, pero sí la destrucción del hambre quienes viven con lo que ganan al día, el despido de sus trabajos, las injusticias de los gobiernos racistas y xenófobos, crisis económicas o la pérdida de un ser querido. Yo no te pido que te quedes en casa: eso lo pediría si tuviera la certeza de que cada ser humano tuviese un sitio que lo cobijase, pero muchos no lo tienen. Sin embargo, esto es algo que nos hará renacer, y nos enseñará que otro mundo es posible.
Aprenderemos a valorar la vida, el oxígeno, llegarán respiradores artificiales que no van a permitir que nos ahoguemos y, sobre todo, sabremos que sigue estando allí. Sí, Él seguirá estando allí.
Fuente: Dominicos.
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