La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera.
La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano!
Así como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por más sólido que parezca.
En muchas partes hay un predominio de lo administrativo sobre lo pastoral.
El aporte indispensable del matrimonio a la sociedad supera el nivel de la emotividad y el de las necesidades circunstanciales de la pareja.
Llama la atención que aun quienes aparentemente poseen sólidas convicciones doctrinales y espirituales suelen caer en un estilo de vida que los lleva a aferrarse a seguridades económicas, o a espacios de poder y de gloria humana que se procuran por cualquier medio, en lugar de dar la vida por los demás en la misión.
Se desarrolla la psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo. Desilusionados con la realidad, con la Iglesia consigo mismos, viven la constante tentación de apegarse a una tristeza dulzona, sin esperanza.
Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos.
La humanidad saldrá perdiendo con cada opción egoísta que hagamos.
¡Atención a la tentación de la envidia! ¡Estamos en la misma barca y vamos hacia el mismo puerto!
En lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia, se gastan las energías en controlar.
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