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viernes, 17 de noviembre de 2017

La Iglesia Diocesana y la Nueva Evangelización

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“Vivan en Cristo Jesús, el Señor, tal como ustedes lo han recibido, arraigados y edificados en él, firmes en la fe que les fue enseñada y dando gracias constantemente. No se dejen esclavizar por nadie con la vacuidad de una engañosa filosofía, inspirada en tradiciones puramente humanas y en los elementos del mundo, y no en Cristo” (Col. 2,6-8) No por casualidad quiero comenzar con estas palabras del Apóstol. La vida de fe de una comunidad cristiana, como la de cada creyente, se mueve a la luz de la Palabra de Dios que permite captar el sentido pleno y global de los acontecimientos.
Nuestra situación asemeja mucho a la de los cristianos de Colosas. La vida y el comportamiento de esta comunidad no ofrecen al Apóstol ningún motivo de reproche, como ocurre frecuentemente en otras cartas; al contrario, reconoce que recibe noticias dignas de alabanza por la fe de los Colosenses en el Señor, por la caridad que testimonian y por el profundo sentido de esperanza que invade sus pensamientos (Col. 1,3-5). Pablo, sin embargo, está preocupado por el contexto cultural en el que viven los cristianos; teme que puedan ser engañados facilmente por nuevas doctrinas, por filosofìas extrañas al Evangelio o por falsas ideas que podrían conducir a una forma de sincretismo que anularía la originalidad del Evangelio. El tono de casi toda la carta es el de una invitación a realizar un verdadero discernimiento entre la verdad y el error; entre lo que produce fruto –porque es esencial y permanece en el tiempo- y lo que, por el contrario, es efímero y transitorio. Lo primero que hace el Apóstol es recordar a los creyentes su profesión de fe. A ellos les ha sido anunciado Jesucristo. Ellos han recibido su palabra, han acogido el Evangelio y se han convertido. Sobre este camino han comenzado a construir su existencia con una conducta de vida que permite a todos reconocerlos como discípulos del Señor. Cuatro expresiones merecen ser subrayadas: “vivan en el Señor”, “firmes en la fe”, “dando gracias constantemente”, “no se dejen esclavizar por nadie”. Estas cuatro “reglas” son el imperativo también para nuestras comunidades, porque refieren a dos momentos del proceso de evangelización: el primero, que mira a la vida interna de la comunidad cuando reflexiona sobre la evangelización; el segundo, a la vida de la comunidad cuando se abre a la evangelización.
Surge espontánea, sobre todo en estos últimos años, la pregunta sobre qué cosa sea la “nueva evangelización”. La expresión, que se ha tornado de uso común después de la difusión que ha tenido en la enseñanaza de Juan Pablo II, pretende clarificar un concepto basilar: la Iglesia se encuentra en un momento de su existencia en el que debe tomar conciencia del nuevo rol que el anuncio del Evangelio ha de tener en las culturas y en la sociedad contemporánea. El mundo actual presenta nuevos desafíos que deben ser recibidos por los creyentes para poder arribar a su tarea principal: el anuncio de Jesucristo muerto y Resucitado, del cual son testigos. El problema de la nueva evangelización surge al tomar conciencia de que nuestro mundo contemporáneo ya fue evangelizado en el pasado; no estamos, por tanto, ante la primera evangelización. Sin embargo, el clima de secularización que ha caracterizado nuestra sociedad, hace experimentar que los valores de la fe, que son patrimonio de nuestra cultura desde siempre, se han oxidado y viven un momento de gran oscurecimiento que afecta al comportamiento del creyente y sus contemporáneos. En una palabra, los destinatarios de la nueva evangelización, por paradójico que pueda parecer, son en primer lugar los cristianos que, en el contexto socio-cultural contemporáneo, parecen no vivir ni reconocer ya la peculiaridad y novedad del Evangelio. Hemos perdido la conciencia de la misión y permanecemos encerrados en nosotros mismos y en nuestras comunidades. Situación que crea una fuerte dificultad por la esterilidad a la cual está destinada. Sin evangelización no sólo no existe la Iglesia, sino que la comunidad local no engendra nada y está destinada a morir.
No es el momento de alargarse en el análisis de las dificultades que encontramos en la actualidad. Las conocemos y son experiencia cotidiana en nuestro compromiso pastoral. Me permito sugerir para esto el volumen que he escrito recientemente y que estará disponible en lengua española dentro de poco, así como otras publicaciones que han aparecido en este tiempo en España. Tampoco puedo tratar el tema en todos sus aspectos. Nos faltaría el tiempo, pero sobre todo considero que debemos esperar las conclusiones del Sínodo de los Obispos. Con la Exhortación Apostólica sucesiva del Santo Padre, tendremos también nosotros un proyecto más articulado para emprender en el futuro próximo, que deberá empeñar a nuestras Iglesias particulares en una obra de evangelización común, capaz de crear una verdadera renovación. Me limitaré por lo tanto, a subrayar algunos aspectos que se imponen, a mi parecer, como más inmediatos y prioritarios.
Uno de los aspectos cualificantes de la nueva evangelización es el esfuerzo por la unificación de la vida cristiana. Hijos de su tiempo, también los cristianos están sometidos –frecuentemente de manera inconciente- a presiones culturales de marcado relativismo, con la consecuencia de separar la unidad entre profesión de fe y la vida del discipulado. Diversas expresiones del lenguaje común muestra con evidencia esta tendencia negativa que lentamente, pero de manera inexorable, lleva primero a la crisis de fe, después a la indiferencia y finalmente al ateísmo. “Creyente pero no practicante”, es probablemente la expresión emblemática de esta visión de la fe que especialemente hoy cosecha víctimas entre las Iglesias de antigua tradición. La fragmentariedad que estamos llamados a confrontar, es un desafío no común, que no ha sido comprendido en todo su alcance cultural y en las consecuencias que se derivan. Frecuentemente, ella lleva a ver la vida personal como algo separado y orientado hacia mundos y ambientes diferentes y múltiples que debilitan el camino del seguimiento. Esta visión fragmentaria ha entrado incluso en la vida de los creyentes y en la praxis pastoral. Se la nota sobre todo, en la multiplicación de experiencias e iniciativas que se suceden velozmente sin incidir en profundidad en la vida de la comunidad y de las personas. Dificilmente están relacionadas entre sí y crean situaciones, si no de confusión, ciertamente de desorientación. Así, podemos satisfacernos con el esporádico resultado del fragmento inmediato, sin apuntar a un proyecto unitario que sepa conjugar el encuentro con Jesucristo y su Iglesia, con una existencia creyente que madura progresivamente en el esfuerzo del testimonio cotidiano. Un dato importante en este momento, entonces, debería ser la superación de la fragmentariedad. Es necesario ir más allá del primado del fragmento que opera de manera destructiva, impidiendo una visión de conjunto y de unidad del saber mismo. La superación de la fragmentariedad no necesariamente equivale a la uniformidad en la acción pastoral. También esto sería un exceso a evitar, porque comprometería y humillaría la riqueza de nuestra tradición. Lo que necesitamos, más que nada, es el redescubrimiento y actuación de una unidad fundamental en la acción pastoral que sepa conjugarse con la complementariedad de las tradiciones culturales y eclesiales que tenemos. Una tarea necesaria, urgente e impostergable. Esto es posible porque la Iglesia ya vive de este fundamento que se resume en su proclamación de fe, en la acción litúrgica y en el testimonio de la caridad. La unidad de estos momentos permite captar la unidad de la fe que se expresa en el anuncio, en la vida sacramental y en el seguimiento. Crear un desequilibrio entre estos momentos compromete la visión de la fe y su concretización.
Desde esta perspectiva considero importante delinear algunas orientaciones pastorales unitarias que puedan encontrar después su realización en la complementariedad de las experiencias. Es necesario, sin embargo, mantener firme lo que escribía Juan Pablo II: “No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Este programa de siempre es el nuestro para el tercer milenio. Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad.” (NMI 29). La nueva evangelización ofrece la oportunidad de un empeño que permite un camino unitario realizado en la complementariedad de las varias tradiciones culturales y eclesiales. Se trata, entonces, de insertarse en la pastoral ordinaria con sus ritmos y plazos, marcados sobre todo por el desarrollo del año litúrgico que constituye el recorrido de la memoria de nuestra salvación actualizada en el misterio sacramental. El Evangelio que estamos llamados a anunciar y vivir, permanece como el corazón y el centro de nuestra pastoral. Antes que las estructuras e iniciativas, existe la pasión por la bella noticia que da sentido a la vida.
Resuenan nuevamente las palabras de la Carta a los Hebreos: “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre” (Heb.13,8). De aquí no se retrocede; éste es el punto de no retorno para la Iglesia. Permitir un encuentro personal y renovado con el Cristo de siempre que habla hoy a través de su Iglesia. Aquí no estamos frente a un dualismo, sino ante una unidad indisoluble, como la única túnica de Cristo, para usar las palabras de Cipriano. Todo tentativo de separar a Cristo de su Iglesia está destinado a fracasar. Permanece, entonces, la obligación de no dar paso –con nuestra conducta- a una divergencia entre lo que anunciamos y lo que estamos llamados a vivir. Cristo y la Iglesia son el signo de la salvación puesto en el mundo para anunciar la conversión, el cambio de vida, y así creer, confiándose plenamente al Evangelio que salva. La primacía de la Palabra de Dios en la vida de la comunidad cristiana permanece como expresión de su obediencia a un proyecto de sentido completo y definitivo, universal y personal, capaz de ser escuchado y acogido por toda persona en cualquier parte de la tierra.
Estamos frente al gran desafío que toca a la Iglesia en este momento histórico. Hacer que los cristianos recuperen su propia identidad y el sentido de pertenencia a la Iglesia. Esto puede suceder en la medida en que se comprenda la exigencia de insertarse en el camino mismo de la Iglesia y en su bimilenaria acción pastoral.
Un primer elemento es la formación. Ella involucra a todos, ninguno excluído. La formación permite de recuperar el patrimonio de fe y cultura que tenemos y que estamos llamados a transmitir a las nuevas generaciones. Esto implica nuestra capacidad de entrar en la cultura, de conocerla, de comprenderla y al mismo tiempo transformarla a la luz del Evangelio. Nunca podrá ser la nuestra una presencia pasiva frente al desarrollo de la cultura en todas sus manifestaciones. La presencia del cristiano es una “siembra” y un “fermento”; esto comporta una presencia activa en los ambientes de la cultura sin temer el fuerte intento de una tendencia que se presenta como un “control del lenguaje” a tal punto de impedir nuestras manifestaciones. La formación corresponde al gran ámbito de la catequesis y alcanza el de la preparación de los futuros presbíteros y de la predicación de los sacerdotes.
Un capítulo importante en el horizonte de la formación es la catequesis. No es el momento de repetir aquí todo lo que la Iglesia ha enseñado, de manera tan profunda, en los últimos decenios y que en Catechesi tradendae encuentra su explicitación más sistemática. Recordaba Juan Pablo II que “En relación con la nuevas generaciones, los fieles laicos deben ofrecer una preciosa contribución, más necesaria que nunca, con una sistemática labor de catequesis” (CL 34). Ella constituye un capítulo determinante en la vida de la Iglesia porque tiende a la promoción de una conciencia cristiana siempre más atenta al rol que debe desempeñar en la comunidad y en la sociedad. Merece, pues, desarrollarse una reflexión más articulada sobre la importancia de la catequesis en la vida de cada creyente y sobre la necesidad de la instrucción sistemática a la que la pastoral debería tender. En un período como el nuestro, que ve un consistente progreso de la educación y de la ciencia no debería faltar nuestro empeño en conjugar de modo coherente el patrimonio de cultura que poseemos en armonía con las preguntas que surgen inevitablemente por el progreso del saber o de la misma ciencia. Por otra parte, no se comprende por qué un cristiano que crece y se dedica al estudio profundo de los temas exigidos por una profesionalidad adecuada al tiempo que vive, no sienta consecuentemente la necesidad de estudiar de la misma manera la propia fe y sus contenidos. Sucede entonces, que nos encontramos con creyentes expertos en las varias disciplinas, grandes profesionales en el lugar de trabajo, pero fuertemente ignorantes en cuestiones de fe. Probablemente, el conocimiento de estos contenidos se remonta al catecismo de la infancia o de la adolescencia. Se nota, en fin, un crecimiento real del conocimiento general y científico que contrasta con un analfabetismo de la fe. La impresión que se tiene, es que el hombre contemporáneo ha perdido el interés por la fe. Muchos leen textos de improvisados maestros de teología cuyo objetivo es hacer olvidar el patrimonio de fe eclesial para inducir a nuevas formas de conocimiento cuyo único imperativo es el propio pensamiento. Prescindir de la enseñanza de la Iglesia para construirse, de hecho, una idea de religión propia y según los propios usos y costumbres es una práctica a la que muchos se dedican hoy, olvidando que la fe cristiana nace de la revelación y no de sabiduría humana.
Esto implica una acción pastoral que sepa recuperar de modo conciente el momento de la catequesis como sistemático estudio de la fe, orientada a la vida y al testimonio público. No un conocimiento fragmentario, sino sistemático, capaz de mostrar la articulación de los contenidos de la fe, la jerarquía de verdades y las varias fases que el desarrollo del dogma posee; en fin, no se debe tener miedo de afirmar que la fe debe estudiarse y que sólo una genuina catequesis puede consentir salir de la fase crítica de profunda ignorancia en que nos hallamos. No se olvide, sin embargo, que la catequesis no es sólo estudio de la fe, sino, al mismo tiempo, una experiencia de vida comunitaria. Se realiza junto a la comunidad y en vistas al crecimiento de la entera comunidad. Además, la catequesis introduce en la comprensión cada vez mayor del misterio que se celebra. Éste es el verdadero fundamento del estudio; lo que se conoce puede ser mayormente amado y lo que se celebra adquiere una inteligencia que permite entrar cada vez más en la profundidad del misterio mismo. Por lo tanto, la catequesis no es un fin en sí mismo como un mero momento de estudio de la fe. Ella, sobre todo, constituye una etapa fundamental y decisiva en aquel camino de fe que relaciona de manera indisoluble el conocimiento de los contenidos, la celebración en la liturgia y el testimonio en la vida.
La catequesis se desarrolla a través de un recorrido antiguo, atestiguado ya en los Padres de la Iglesia y en el desarrollo histórico sucesivo. Se articula en cuatro partes que intentan abarcar el conjunto de la fe y su vivencia. Un primer punto, que considero decisivo en este momento histórico, es el de saber dar razón del por qué se cree. Por lo tanto antes de acceder a los contenidos de la fe (fides quae), es urgente que el cristiano sepa responder al por qué es importante creer. En otras palabras, debe ser capaz de encontrar, ante todo para sí mismo, explicaciones convincentes de su propio acto de creer y de confiarse a Dios que se revela en Jesucristo. Este momento (fides qua) no puede ser olvidado, como ha ocurrido desde hace aproximadamente cincuenta años. Las consecuencias están ante nuestros ojos. Se pueden conocer los contenidos de la fe como se conocen las fórmulas de la química, sin la capacidad de entrar en ellas con la fuerza de la convicción que proviene de la decisión tomada. La decisión de la fe, además, permite iluminar la propia vida como una llamada a la libertad. En un período como el nuestro, en el que la libertad asume una importancia tan cualificante y decisiva, y también a menudo equivocada, no es en absoluto secundario dar razones de la elección de fe como un acto personal en el que el creyente expresa al máximo su deseo de libertad y la fuerza para ejercitarla.
En este contexto quisiera dedicar algunas palabras al Catecismo de la Iglesia Católica. Como he mencionado, uno de los problemas ciertamente graves del momento actual es la profunda ignorancia de los contenidos fundamentales de la fe. En algún sentido, la catequesis es relegada a una experiencia de niños y adolescentes, como si tuviera que ver sólo con ellos y no con los adultos. Al contrario, la formación cristiana es una exigencia para crecer en la fe y nadie puede sentirse exonerado. La catequesis constituye, por tanto, un momento fundamental de este proceso y es esencial a la obra de la nueva evangelización. Con ella se arriba a un conocimiento sistemático de los misterios de la fe y se comprende cada vez más el valor del testimonio. En este contexto, ella es tan urgente como lo es la nueva evangelización. Llamada a dar “razón” de la fe, la Iglesia no podrá jamás acostumbrarse a tener sólo una mínima parte de los creyentes en condiciones de hacerlo.
En la Constitución Apostólica Fidei Depositum Juan Pablo II escribía: “este Catecismo contribuirá en gran medida a la obra de renovación de toda la vida eclesial, que quiso y comenzó el concilio Vaticano II….Yo lo considero un instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial, y una regla segura para la enseñanza de la fe” (nn. 1.4). Como se ve, el Catecismo de la Iglesia Católica es un instrumento importante porque recoge en sí un patrimonio de dos mil años de crecimiento en la comprensión de la fe. La Sagrada Escritura, los Padres de la Iglesia, los Maestros de la teología y de la espiritualidad, el ejemplo de los santos… todo reconducido en una síntesis armónica y sistemática para hacer comprender las razones del creer. Además, el Catecismo de la Iglesia Católica representa un esfuerzo de inteligencia y de colaboración no común, al punto de constituir “el fruto de una colaboración de todo el episcopado de la Iglesia católica” (FD 1). La importancia del Catecismo de la Iglesia Católica lo cualifica como un instrumento necesario para la nueva evangelización en cuanto permite evidenciar la unidad que va del acto con el que se cree a los contenidos de la fe. Hoy día se tiende, más o menos difusamente, a justificar el hecho de ser cristiano independientemente del conocimiento de los contenidos. Nada más peligroso que semejante tendencia. El acto con el que se cree, de hecho, se justifica por el conocimiento del misterio al que se da el propio asentimiento; en virtud de este conocimiento, global y unitario, creer es un acto libre de la persona y no un gesto rutinario de pertenencia a ciertas tradiciones. El Catecismo de la Iglesia Católica, en fin, puede ayudar a la nueva evangelización a superar una dificultad presente en diversas Iglesias, que de hecho limitan la catequesis sólo a los sacramentos. Esta impostación hoy muestra sus límites. Si la catequesis va dirigida a los sacramentos, parece evidente que termina con la celebración de aquellos de iniciación cristiana, y por tanto la formación sucesiva queda a la deriva. Es momento de emprender con decisión la posibilidad de una formación constante, dirigida a todos los creyentes, respetando los diversos estados y metodologías, que ofrezca una comprensión del misterio cristiano en vistas a una existencia coherente con cuanto se cree. Incluso por esta perspectiva el Catecismo de la Iglesia Católicaes un instrumento válido. De hecho su estructura evidencia cómo la vida cristiana debe desarrollarse desde la profesión de fe (I parte) a la celebración litúrgica (II parte), de la vida moral (III parte) a la oración (IV parte). Un desarrollo constante que muestra la unidad del misterio de la fe y la exigencia de una existencia cristiana conformada con él.
Existe un lazo muy particular entre la nueva evangelización y la liturgia, que es la acción principal por la que la Iglesia expresa su misma vida. Desde el inicio ella estuvo caracterizada por la acción litúrgica. Aquello que la comunidad predicaba, es decir la salvación, lo hacía presente y vivo en la oración litúrgica. La salvación, por ello, no era sólo un anuncio hecho por hombres voluntariosos, sino acción que el Espíritu realizaba por la presencia de Cristo mismo en la comunidad creyente. Separar estos dos momentos signifcaría no comprender la Iglesia. Ella vive de la acción litúrgica como linfa vital para su anuncio y éste, una vez realizado, retorna a la liturgia como su complemento eficaz. La lex credendi y la lex orandi forman una unidad donde no es fácil ver los confines donde comienza una o la otra. La nueva evangelización, entonces, tendrá que hacer de la liturgia su espacio vital, para que tenga pleno significado el anuncio que se realiza. Basta pensar no sólo en la oportunidad pastoral, sino en el valor significativo que poseen algunas celebraciones. Del bautismo al funeral, todos advierten cuánta potencialidad tienen en sí mismas para comunicar un mensaje que de otra manera no sería escuchado. ¡Cuántos “indiferentes” a la religión participan en estas celebraciones y cuántas personas a menudo en busca de una genuina espiritualidad están presentes! La palabra del sacerdote, en estas circunstancias, deberia ser capaz de provocar la pregunta por el sentido de la vida, a partir de la misma celebración del sacramento y de los signos en que se expresa. Lo que se celebra no es un rito extraño a la vida cotidiana del hombre, sino que está dirigido a su búsqueda de sentido que espera una respuesta, muchas veces buscada en vano en otras partes. En la celebración de la liturgia la predicación y los signos se llenan de significados que van más allá del sacerdote y su persona. En efecto, aquí la relación con la acción del Espíritu permite verificar que los corazones se transforman y con su gracia son plasmados y se vuelven disponibles para acoger el momento de la salvación. La imporancia de este vínculo entre nueva evangelización y liturgia, y entre ésta y la acción del Espíritu Santo llevan al celebrante a una seria reflexión sobre su ministerio. En particular, se debería reflexionar sobre un tema de extrema importancia, como lo es el tema de la homilía. Su valor para el anuncio, la comprensión del misterio que se celebra y la vida cotidiana es de tal evidencia que no permite escapatoria. Descuidar la preparación de la homilía, o peor aún, improvisarla, es un agravio en primer lugar a la Palabra de Dios, y además, una humillación para los fieles. Nunca es tiempo perdido el que se dedica a la preparación de la homilía, sino condición para ejercitar el ministerio de manera fiel, coherente y eficaz.

En este contexto es urgente que nuestra pastoral vuelva a poner en su justo lugar al sacramento de la confesión y la dirección espiritual. En efecto, este sacramento permite encontrar una confluencia de temáticas que son de gran actualidad en este momento de cambio. Pienso en primer lugar, en la pérdida del sentido del pecado, derivado en parte de la pérdida del sentido de pertenencia a la comunidad. Si no se tiene una comunidad de referencia es extremamente difícil comprender y juzgar el propio estilo de vida. Encerrado en el individualismo, el hombre contemporáneo ya no es capaz de confrontarse con nada, e ilusoriamente cree que su estilo de vida sólo depende de él, sin necesidad de responsabilidad social. El sacramento de la confesión lleva a captar el valor de la verdad sobre la propia vida, porque hace referencia a una comunidad que, en el bien y en el mal, me considera parte suya. La vida, hecha de ideales y contradicciones, necesita del perdón como experiencia de amor y misericordia. La confesión permite captar ambos aspectos, convirtiéndose en instrumento del perdón. Una sociedad como la nuestra, que parece haber olvidado el perdón y suscita cada vez más reacciones como la violencia, el rencor, la venganza, tiene necesidad de testigos del perdón y de signos de misericordia. Sin embargo, parece difícil que se puedan expresar dichos signos si no se realiza la experiencia de ser amados, y por esto, perdonados. La confesión es un instrumento eficaz que transforma al hombre. No se debe olvidar, en fin, la necesidad de ponerse a sí mismo, sin engañarse, frente a la verdad de la propia vida. Vivimos en un perído en el que el sentido de omnipotencia contagia a muchos, y se confunde el sueño con la realidad, pensando que todo se puede conseguir, o que todo sea exclusiva posesión individual; por lo cual es urgente asumir lo que realmente somos.
Otro horizonte de nueva evangelización que compromete a la Iglesia local es el testimonio de la caridad. Ella brota de la fe, la sostiene y la hace creíble, pero también está ligada a la liturgia que le permite ser expresión concreta de la transformación operada en el banquete eucarístico. La caridad, por lo tanto, se vive. En la circularidad que existe entre la fe y el amor es posible verificar la genuina relación que existe con el Señor. En realidad, en la fe se comprende cómo ama Dios; en la caridad se hace evidente cómo los cristianos son fieles a su palabra. Por otra parte, no se puede olvidar que el modo como nos ubicamos ante los hermanos, indica el modo como nos ubicamos ante Dios, y viceversa. No es legítimo para el creyente una mirada estrábica. Si los ojos están fijos en Jesucristo, también lo deben estar ante quienes tienen hambre y sed, son extranjeros, están desnudos, enfermos y encarcelados, porque en ellos se hace visible Él. “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos pequeños, lo habéis hecho conmigo” (Mt. 25,40) indica la identificación de Cristo con todos los marginados a quienes se dirige el amor cristiano. En un período como el nuestro, caracterizado a menudo por el encierro del individuo en sí mismo sin ninguna relación con los demás, y donde parece mejor delegar que participar, el reclamo de responsabilidad compromete a un testimonio que se hace cargo del hermano más necesitado. Después de todo, ésta es nuestra historia. A causa de la palabra del Señor nos hemos empecinado en privilegiar todo aquello que el mundo rechaza, considerándolo inútil o poco eficiente. El enfermo crónico, el moribundo, el marginado, el portador de handicap y todo lo que expresa a los ojos del mundo ausencia de futuro y de esperanza ecuentra el compromiso de los cristianos.Tenemos ejemplos que nos hablan claramente de la santidad de hombres y mujeres que han hecho de este programa el concreto anuncio de Jesucristo, dando así inicio a una auténtica revolución cultural. Fente a esta santidad se desmorona toda coartada; la utopía cede paso a la credibilidad y la pasión por la verdad y la libertad encuentran su síntesis en el amor ofrecido sin pedir nada a cambio. Este horizonte otorga consistencia al signo del voluntariado, como verdadero anuncio cristiano de quienes son capaces de relativizar todo absoluto que no considere con la debida seriedad la dignidad de la persona. En una época en la que parece que todo se puede comprar, deberían multiplicarse los signos que hacen evidente que el amor y la solidaridad no tienen otro precio que el empeño y el sacrificio personal. Este testimonio revela que la existencia personal encuentra su plena realización sólo si se vive en el horizonte de la gratuidad. En términos sugestivos lo expresa el apóstol Pablo en la carta a los Corintios: “¿Qué cosa tienes que no hayas recibido?¿Y si lo has recibido, por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1Cor. 4,7). El amor no vive de la conquista y la posesión, sino de la gratuidad; sin este componente se confunde todo y el riesgo de no vivir el amor se hace realidad. El voluntariado en sus diversas formas, provoca el descubrimiento de una experiencia fundamental: la de la gratuidad y la de la sacralidad del otro en cualquier lugar y en cualquier situación que se encuentre. En las expresiones de dolor y alegría, de promoción cultural y social, la solidaridad revela que cada uno se siente responsable, capaz de mirar en profundidad y reconocer el necesario y verdadero bien del otro. Diferentes formas de egoísmo parecen hoy llevar ventaja; por esto es necesario recuperar el testimonio de la solidaridad y generosidad que son numerosas y capaces de aniquilar cualquier forma contraria. Este compromiso por el mundo, leal aunque a veces marcado por las contradicciones, permite hacer de la nueva evangelización un verdadero programa de vida y de transformación de la realidad.
Mons. Rino Fischella
Presidente Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización
XXXVII Jornadas de Vicarios de Pastoral
Montserrat, 2 de mayo de 2012 

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