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jueves, 4 de junio de 2020

La soberbia es el más grave pecado ante Dios y la humildad la más noble de las virtudes

Escritos de San Antonio 

La humildad.


El Santo pone a la humildad, como raiz y madre de todas las virtudes. La humildad lleva al hombre a conocerse a sí mismo y a Dios. Al igual que el fuego reduce a cenizas y baja las cosas altas, la humildad obliga al soberbio a plegarse y a humillarse, repitiendo las palabras del libro de Génesis: "Eres polvo y al polvo volverás" (3,19).
El verdadero humilde se considera un gusano, un hijo de gusano y podredumbre. El desprecio de sí (contemptus sui) es la principal virtud del hombre justo, con la cual él como lombriz de tierra se contrae y se alarga para alcanzar los bienes celestiales. La soberbia es el más grave pecado ante Dios y la humildad la más noble de las virtudes. Ésta soporta con modestia las cosas innobles y deshonestas y es ayudada por la gracia divina.
La humildad está comparada a una flor, porque como una flor posee la belleza del color, la suavidad del perfume y la esperanza del fruto. "Cuando veo una flor - observa San Antonio - espero en el fruto, así como cuando veo un humilde, yo espero en su beatitud celestial".
El Santo coloca en el corazón la sede de la virtud de la humildad. Del mismo modo en que el corazón regula la vida del cuerpo, la humildad preside la vida del alma. Igual que el corazón es el primer órgano que vive y el último que abandona la existencia, así la virtud de la humildad muere junto a él. Si el músculo cardíaco no puede soportar ni un dolor ni una grave enfermedad para no comprometer la vida de los demás órganos, la virtud de la humildad no puede ni lamentarse de las ofensas recibidas ni molestarse por el bienestar de demás, porque si ésta falta se arruina el edificio de las demás virtudes.
El avance del hombre en el camino de la perfección es proporcionado a su humillación, ya que cada hombre que se enaltece sera humillado y quien se humilla sera enaltecido. En Antonio está viva la preocupación de "empequeñecerse", de poner a la sombra sus méritos y sacar a la luz sus defectos, por precaver cualquier ataque de soberbia.
"Tú, ceniza y polvo, ¿De qué te vanaglorias? ¿De la santidad de la vida? Pero es el espíritu el que santifica; no el tuyo, sino el de Dios. ¿Quizás te infunde placer el elogio que el pueblo reserva a tus discursos? Pero es el Señor quien concede el don de la elocuencia y la sabiduría. ¿Qué cosa es tu lengua, si no una pluma en manos de un escribano?". Si un adulador te dice: "Eres experto y sabes muchas cosas", es como si te dijera: "Eres un endemoniado" (los griegos llaman daimonion a un profundo conocedor de las cosas). Tú debes responderles con Cristo: "No estoy endemoniado", porque de mí mismo no sé nada y nada bueno hay en mí; glorifico a mi Dios, le atribuyo todas las cosas y le doy gloria. Él es el principio de toda sabiduría y de toda ciencia". El hombre virtuoso "junto con las cosas bellas que hace, considera los defectos para su humillación; y el no saber vencerlos, a pesar de su pequeñez, es para él un continuo reproche para vivir en la humildad".

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